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En esta ocasión quiero acercarme a un problema que, paradójicamente, es constitutivo de la ciudad. Me refiero a la relación entre nosotros y los otros. Entre lo mío, lo ajeno y lo común.
Entre el adentro en la casa y el afuera en la calle.
Digo que es un problema porque está claro que existen gustos, preferencias e intereses contrapuestos. Que hay modos de vida incompatibles. Pero en efecto esa es una de las materias con las que la ciudad está hecha. Y en tanto espacio de civilidad, la ciudad aumenta su densidad y se fortalece en la medida en que admite que en su corazón habita el germen de su propia destrucción.
Así lo fue desde el principio, y para tramitarlo ha surgido lo político.
Sin embargo, de entre el cúmulo de problemas que atraviesan la vida en la ciudad contemporánea se encuentra la pérdida del rastro de esa politicidad cotidiana que apacigua cualquier pulsión autodestructiva.
Una ironía hace que la urbanidad, la convivencia, resulte a la vez inevitable y contenciosa. ¡Incluso hay sociedades que construyen sus casas con una pared (medianera) compartida con sus vecinos!
Para echar un vistazo al núcleo de este problema basta detenerse a contemplar las ceremonias y rituales diarios como miembros de una ciudad habitada por otros: una reunión de consorcio, un ascensor, la manera de conducir un vehículo o usar el transporte público, en el manejo de los residuos, etcétera. Es en esos espacios donde los comportamientos ponen de manifiesto la conflictividad inherente al cohabitar.
El avance del derecho de propiedad por sobre los derechos ciudadanos, ha resultado en que contigüidad y proximidad no signifiquen compañía ni comunidad, sino todo lo contrario; una desconfianza define el vínculo entre pares y se impone una idea de vecindad carente de todo sentido social. Y el respeto mutuo consiste en ignorar al otro, en no meterse. Pero las personas por cierta naturaleza no pueden mantenerse indiferentes: aman u odian. Y si las vidas se precarizan (y la privatización de la ciudad es una de las formas de la precarización), la consecuente frustración hace de los otros un obstáculo odioso. Ese parece ser un signo de estos tiempos: cierto orden ha doblegado las posibilidades que la misma ciudad tenía de gestionar sus litigios.
Hay quienes pretenden que la solución es encerrarse en sus casas y gerenciar el siempre problemático vínculo con los otros. Que el desarrollo individual no guarda relación con las condiciones de vida de los demás. Y que frente a las vicisitudes y dificultades que plantea el espacio compartido, es preciso replegarse sobre el espacio privado.
Esta es una posibilidad que acecha a la ciudad desde su origen y los griegos lo supieron tempranamente. Es por eso que en la antigüedad, para pensar el espacio, recurrieron y se encomendaron a dos divinidades: Hestia y Hermes.
Hestia representa el hogar doméstico, el fuego doméstico. Ese fuego que arraiga la casa al suelo y la une al cielo a través del humo de los sacrificios. Hestia custodia la llama armónica de la familia. Y Hermes, el bromista y ladrón, el astuto, es el mensajero, el dios del comercio y las comunicaciones. Si Hestia es la quietud, Hermes es el movimiento en estado puro; si
Hestia representa el hogar, Hermes cuida el espacio público, se burla de las cerraduras y está siempre en la plaza pública. Son divinidades que no tienen parentesco entre sí, pero siempre se las representa una cerca de la otra. Porque si en algo eran muy buenos los griegos, es en la unión de cosas contradictorias, en el complemento. Fue así que para el cuidado de la ciudad, para preservar lo de todos de los intereses de algunos crearon lo que se llamó la
Hestia koiné, el hogar común cuyo significado ya no es religioso sino político. Un fuego central, a la misma distancia de todos, no apropiable, y donde se deposita el kratos, es decir el poder de dominio.
Es difícil desentrañar del todo los significados de estas alegorías. A lo mejor la leyenda de estos dioses remotos resulta una lección que viaja a través de los siglos para decirnos algo: que el adentro y el afuera, que lo privado y lo público, son opuestos siempre asociados. Que los problemas de la calle resuenan en el interior de la casa. Que la buena vida en la ciudad está en el aumento de las posibilidades de todos, en la mezcla, en la proliferación y el incremento. Y no en la disminución, la negación y el aplazamiento. Y que la sociedad se enriquece y es segura siempre que haya presencia en las calles y participación.
Es como si nuestros queridos dioses nos soplaran una pista: “se necesita más ciudad, no menos”.