En esta nota te vas a encontrar con: ciudad, educación, minorías, movilidad del cuidado, peatonal, seguridad peatonal, transito, urbanismo, vialidad.
Una mamá camina con su hijito de apenas dos años por la peatonal. Cuando llegan a la esquina, ella lo toma de la mano . A mitad del cruce el niño quiere soltarse y su mamá nerviosa, por la cercanía de autos, colectivos y motos, le dice: ¿cuándo vas a entender que no se puede jugar mientras cruzamos la calle?.
Entendemos ese miedo a que sea atropellado, entendemos la desesperación de esa manito que se suelta, pero también queremos que la calle sea ese espacio de juego que las niñeces demandan.
Pequeñas situaciones cotidianas como la narrada pueden ser el puntapié para pensar cómo están configurados nuestros entornos urbanos: quién tiene que cuidarse de quién, quiénes tienen prioridad en la ciudad, quiénes logran sentirse de una manera cómoda y segura en el espacio público, cuáles son las actividades permitidas socialmente en esos lugares. En muchas ocasiones acotamos esta noción o concepto polisémico -si los hay- a las plazas y parques, excluyendo al que constituye el principal espacio del que disponemos en las ciudades para la vida en común: las calles y veredas.
Salimos de casa, caminamos unos metros y un sonido agudo e intermitente nos pone en estado de alerta. “Pi, pi ,pi, pi, pi”. Uno, dos, diez, cien pitidos perturbadores anuncian en distintos lugares de las grandes ciudades que un auto saldrá de una cochera ocupando las veredas e interrumpiendo las trayectorias peatonales.
El mensaje inscripto al lado de varios de estos espacios “Cuidado, salida de vehículos” indica que somos quienes caminamos o habitamos la vereda -sea a pie, en sillas de ruedas o llevando un coche- les que tenemos que prestar atención. Esto devela -aunque no constituya una novedad para nadie- que la vereda no es un lugar seguro ni exclusivo para peatones. Motos estacionadas, carteles, mesas de bares, obras y edificios en construcción -entre otras muchas posibilidades- se apropian de ese espacio ya de por sí escueto que tenemos las personas para caminar en la mayoría de las ciudades.
Si nos alejamos apenas unas cuadras de los microcentros, las veredas empiezan a ser ocupadas por autos estacionados. En algunos casos, éstos directamente impiden el paso de peatones obligándoles a bajar a la calle. A su vez, contar con veredas constituye una situación de privilegio; en las periferias existen barrios enteros donde este tipo de infraestructura prácticamente no existe y las personas caminan por las calles.
Pero esta nota no es sobre veredas… o un poco sí. De acuerdo a las encuestas de movilidad de algunas ciudades de Argentina*, entre el 20% y el 30% del total de viajes que se hacen, son realizados a pie, alcanzando en algunos casos proporciones similares a los desplazamientos en transporte público y en auto o incluso superando a este último. Vale aclarar que este porcentaje sería mucho mayor aún si se contaran los viajes a pie de menos de 400 metros que se excluyen en estos relevamientos. Sin embargo las calzadas son pavimentadas por grandes obras públicas, mientras las veredas quedan relegadas a la voluntad de sus frentistas, perdiendo de vista que casi la totalidad de los viajes que se hacen -independientemente del modo utilizado- empiezan y terminan a pie. Pese a la existencia de distintos programas o iniciativas públicas para mejorar las veredas, el hecho de que no constituya una responsabilidad de los estados garantizar que existan y que sean de calidad, nos puede dar algunas pistas sobre los modos de movilidad que se priorizan en las ciudades.
Si hacemos el ejercicio de imaginar que contamos con veredas en perfectas condiciones, tampoco logramos todes sentirnos a gusto en las mismas. Incluso en los escenarios donde tengamos infraestructuras que prioricen, por ejemplo, los modos activos (veredas anchas, ciclovías protegidas, cruces seguros, etc) las experiencias de movilidad de las personas no se definen exclusivamente en relación a ellas.
Pensemos en algunas situaciones concretas: ¿Cómo es caminar en una ciudad de noche y sin gente, aunque sus veredas sean de calidad? ¿Resulta igual la experiencia si somos mujeres, mujeres cis, mujeres trans o si somos varones? ¿Es lo mismo cruzar la calle para una persona de 30 años sin movilidad reducida que para alguien mayor que se desplaza con un andador?
Paola Jirón y Dhan Zunino Singh** señalan que “la edad, el nivel socioeconómico o género pueden develar diferencias estructurales (respecto a la accesibilidad, por ejemplo) pero también se develan en la experiencia misma de la movilidad (en el modo en que se vive, percibe y desarrolla dicha práctica)”. Entonces además de infraestructuras, cuando pensamos en las movilidades, tenemos que considerar las relaciones que se dan entre quienes conviven en ese espacio***. Porque en esas experiencias de movilidad no sólo se reproducen las desigualdades sociales, sino que también pueden producirse otras específicas.
Quienes andan en bici o a pie, no logran ser reconocides como sujetos de la movilidad con derechos. Las niñeces no encuentran en las ciudades garantías para moverse con autonomía. Los movimientos feministas luchan contra la violencia hacia las mujeres en el espacio público. Muchas personas adultas mayores salen lo mínimo e indispensable de su casa porque tienen miedo de caerse, o que les atropellen, porque el entorno es hostil con ellas. Las personas DIsCA**** señalan que las ciudades están diseñadas con parámetros que les excluyen. En palabras de Daiana Travesani, escritora y militante del movimiento disca, las causas que originan la discapacidad “están en gran medida en la sociedad, en las barreras o falta de accesibilidad”.
Si las niñeces y sus cuidadores, las mujeres y disidencias, las personas adultas mayores, les DIsCAs, no pueden apropiarse sin restricciones de los espacios públicos en las ciudades, podríamos preguntarnos entonces: ¿Para quiénes se construyen las ciudades?
Los movimientos feministas pusieron sobre la mesa que las ciudades -y agregamos nosotras sus movilidades- están construidas y planificadas siguiendo las necesidades de los procesos productivos y las actividades remuneradas. Necesidades que se asocian principalmente a los varones que integran la población “económicamente activa”. A su vez, son éstos quienes han jugado roles decisivos en la planificación de los espacios urbanos. Al mismo tiempo las tareas “reproductivas” y de cuidado, históricamente a cargo de las mujeres, han sido invisibilizadas. Sugerimos leer las reflexiones de Virginia Giacossa y la reciente entrevista a Leslie Kern para profundizar estas ideas.
¿Y qué sucede con los espacios públicos? Por un lado, la configuración de las calles prioriza que el flujo vehicular no se detenga. De hecho, la idea de que las calles son arterias (y así son nombradas muchas veces en los medios de comunicación) se inspira en una analogía entre el flujo vehicular y el sistema circulatorio en el cuerpo humano, donde no son deseables las obstrucciones. La velocidad de los motores impone de alguna manera el ritmo de circulación.
La premisa es llegar lo más rápido posible a destino, atendiendo las demandas de esa productividad. Pensemos simplemente cómo podría cambiar ese flujo de circulación -y por consiguiente, la movilidad de las personas y su modo de habitar la ciudad- si el diseño de las calles y avenidas llevara a reducir las velocidades máximas de los vehículos, permitiendo solo aquellas que no ponen en riesgo nuestras vidas.
Por otro lado, la mayoría de los espacios públicos no garantizan su uso común y democrático. Pensemos en la cantidad de lugar que destinamos al estacionamiento de vehículos privados en las calles, que de acuerdo a las encuestas de movilidad trasladan a menos de dos personas cada uno. A su vez cuando algunas ciudades deciden reconvertir el uso de esos espacios, se los suele destinar a la extensión de bares o restaurantes, a los que sólo pueden acceder quienes tengan la posibilidad de consumir. Si bien el paisaje urbano se presenta mucho más agradable cuando lo habitan personas en vez de vehículos, no se logra romper con cierta lógica de privatización y uso productivo de ese espacio.
En pleno contexto de pandemia, allá por abril de 2020, cuando sólo las personas consideradas “esenciales” podían y se veían obligadas a circular, en el muro de Facebook de la escritora Yamila Luna leíamos : “Pensé que en la calle están les otres…y faltándome la calle, me falta un pedazo de mí”.
Este escrito nos invita a reflexionar sobre la centralidad de “la calle” en nuestras vidas y a preguntarnos cómo lograr que todas las personas tengamos lugar en ella.
Aunque pueda parecer un poco romántico o utópico, en la calle misma podemos encontrar las herramientas para disputar sus sentidos.
Como han demostrado los movimientos sociales a lo largo de la historia, organizarse, ocupar y “ganar las calles” puede ser un modo de torcer el destino de nuestras ciudades. Consideremos a las calles no como meras arterias para circular, sino como espacios de encuentro, de pertenencia, y también de movimiento. Las calles como escenarios de lucha, de manifestaciones y de celebración. Allí donde todes somos parte, con nuestras diferencias.
Empecemos por reconocer, identificar y sensibilizarnos con las limitaciones con las que lidian les otres a la hora de habitar las ciudades, porque éstas sólo fueron pensadas para una minoría -varones sin responsabilidades de cuidado, blancos, que no son pobres y que, como señala Travesani “tienen cuerpos que, sin accesibilidad, pueden desarrollar su vida sin ningún impedimento o barrera capacitista”.
Poner “la vida” en el centro es el gran desafío para que las grandes mayorías estemos incluidas y logremos garantizar que nuestros espacios públicos se adapten a las necesidades y estén al alcance de todes.
* https://www.argentina.gob.ar/transporte/dgppse/publicaciones/encuestas
** Jirón, P. y Zunino Singh, D. Dossier. Movilidad Urbana y Género: experiencias latinoamericanas. Revista Transporte y Territorio, núm. 16, 2017, pp. 1-8 Universidad de Buenos Aires Buenos Aires, Argentina.
*** Dhan Zunino Sing señala, -retomando los aportes del giro de la movilidad- que “las movilidades constituyen un ensamblaje o amalgama de tecnologías, prácticas socio-espaciales y representaciones, atravesadas por relaciones de poder, y como creadora de espacios y de modos de experimentarlo.”
*** Tomamos esta expresión que propone Daiana Travesani en su libro “Me proclamo disca, me corono renga” (2021) donde sugiere retirar la palabra capacidad de esta escena: Diversidad Interseccional Corporal Anticapacitista (DIsCA).