En esta nota te vas a encontrar con: ciudad, derecho, deber
Hace ya varias décadas que se habla del Derecho a la ciudad. Pero ¿qué significa esto? ¿Significa que tendríamos derecho a que una ciudad lleve nuestro nombre? ¿A ser dueños de una ciudad? Pues bien, veamos. Es sabido que cuando una persona o un colectivo de personas dicen “tenemos derecho a X”, es porque de hecho no gozan de ese derecho. Nadie que tenga vestimenta y abrigo anda reclamando o invocando su derecho a la vestimenta y el abrigo. Por eso los derechos se postulan. Y cuando se tienen, no se poseen, se ejercen.
¿Y cómo se ejercería en este caso el Derecho a la ciudad?
Hay varias maneras de verlo. Particularmente me interesa el aspecto donde la noción de este derecho implica el reconocimiento de todos los ciudadanos como productores de ciudad. Y por tanto, con el mismo derecho de gozar de sus beneficios y de reclamar su parte en la distribución de la renta urbana. Y no estamos hablando solamente de dinero. Sino del aprovechamiento de los espacios comunes, de los rayos de sol, de la paz de las calles.
En efecto, el origen de la idea de Derecho a la ciudad pareciera estar relacionado con la constatación de que el imperio del capital en las ciudades produce y reproduce la desigualdad urbana y acrecienta la brecha social.
Dado que desde hace casi 200 años la ciudad se ha transformado en un mercado con gran capacidad de absorción de excedentes provenientes de las más variadas actividades, garantizando tasas de retorno difíciles de igualar, se verifica un fenómeno de acumulación por la vía del despojo. Es así que a cada crisis del sistema económico le corresponden los grandes procesos de crecimiento y desarrollo urbano en las ciudades ícono de occidente. Y como ese desarrollo se asienta sobre determinada estructura de reparto hay quienes aportan esfuerzo y quiénes extraen ganancias.
Entonces, algunos consideran que la consagración del Derecho a la ciudad, fungiría de imperativo de intervención por parte de los estados en la corrección de estas distorsiones, que no reconocen que las virtudes de una ciudad que algunos capitalizan, son aportadas por la vitalidad de las multitudes que producen (la) ciudad.
Y atención, este aspecto no tiene que ver simplemente con la tutela o la garantía de que las personas tengamos permiso para disfrutar o no tengamos impedimentos, o que tengamos la posibilidad de elegir entre varias opciones de vida urbana. Así sólo implicaría una dimensión pasiva del ejercicio de un derecho. De lo que trata el principio general del Derecho a la ciudad, en tanto que derecho colectivo, es de reconocer que la voluntad colectiva conduce las acciones, las transformaciones, los cambios. Y esto implica que lo que se garantizan son las condiciones donde adquirimos genuina capacidad de elegir y actuar.
Pero entonces, visto lo visto y volviendo al principio, ¿damos por hecho que no tenemos tal derecho? Pues no.
Tal es así que hay quienes sostienen que hace falta algo más que un principio general para modificar conductas y comportamientos. Hay ciudades que ya están implementando proyectos concretos de legislación a favor del uso social del suelo urbano, de la vivienda, del reconocimiento de bienes urbanos comunes.
En fin, muchas otras cosas que coinciden con este diagnóstico pueden decirse en favor del Derecho a la ciudad. Pero en la línea que he querido marcar en este texto, me interesa decir una última: entiendo que el Derecho a la ciudad significa además un deber; una tarea que nos exige un esfuerzo mayor que un mero posicionamiento (a favor o en contra). Se trataría de un llamamiento a mantener abierta su definición, no por vaguedad, sino para que su indeterminación motive la acción de seguir escrutando los significados más profundos e imprevistos y las formas todavía no conquistadas de libertad y justicia urbanas.
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