En esta nota te vas a encontrar con: democracia, participación ciudadana, ciudad
En el proyectar y construir ciudades opera una arcaica pasión utópica. De ese anticiparse al habitar, se adivina cierta ensoñación prefigurativa. Lo cual no es exclusivo de los arquitectos o urbanistas. En el modelar la escena fija de nuestras vidas hay un demiúrgico plan de apropiación y dominio, o la esperanza de control sobre el destino, muy característico del bicho humano.
Lo que olvidamos, quizás porque la conciencia de ello nos apoca, es que la ciudad es la suma de todas las acciones humanas. Las voluntarias y las inconscientes; las planificadas y las residuales.
Como si dijéramos que la ciudad es la huella de nuestros hábitos, costumbres y rituales.
Si la pensamos así, podemos estar prevenidos y organizar responsablemente nuestras prácticas.
Ya se ha dicho. Algo de esto es la ciudad democrática. Es eso que resta por hacerse cuando venimos al mundo y la ciudad nos precede. Porque lo democrático de la ciudad no es algo que se dé obvia o naturalmente.
Ni tampoco son simplemente las fórmulas o los mecanismos de participación en la toma de decisiones, o mediante los cuales se eligen delegados o representantes. Lo cual es siempre importante repensar y mejorar.
La ciudad es la suma de todas las acciones humanas. Las voluntarias y las inconscientes; las planificadas y las residuales.
Pero si hay una propiedad de la democracia es que no se puede reducir a procedimientos, ni es algo que se pueda poseer. La ciudad democrática es el desafío, o la tarea, de reconocer el fondo inapropiable (por común) de una sociedad igualitaria.
Porque lo democrático de una ciudad es definido por su relación con la igualdad. Pero atención, algunos lugares comunes vienen a la mano y confunden un poco. Democracia no habla de totalidades ni mayorías. Sino de una radical igualdad fundamentada por (y hospitalaria de) infinitas diferencias.
Pensar la ciudad como espacio democrático nos abre a una dimensión más profunda de libertad, donde lo político no puede ser reemplazado por ninguna institución; donde la participación mediante el debate libre y argumentado, no es intercambiable por ningún tipo de discurso de autoridad; y donde el consenso se trama con divergencias, despejando cualquier fantasía de unanimidad.
La ciudad como huella nos pone a salvo de la arrogancia del omnipotente y libera la imaginación de paredes y techos.
Sólo de esta forma y comprendiendo que toda acción tiene consecuencias inesperadas, podemos ser capaces de cuidar la ciudad para los que vienen, y hacer de ella el espacio donde la buena vida tenga lugar.